"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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La infancia de la vendimia

LA INFANCIA DE LA VENDIMIA El sueño era pesado. Pese al fresco de la paja húmeda recién traída por don Carlos, el agobio de la noche hacía transpirar. Se sentía incómodo, los bichos molestaban. El zumbido de los mosquitos, y alguna que otra picada de hormiga, lo despertaban en forma intermitente. -¡Juancho! ¡Juancho!... -¿Ah? ¿Qué pasa? -¡Vamos!, ¡despierta!, ¡despierta! -Al abrir los ojos, el asombro frente a una jugosa manzana colgada del árbol, que lo miraba insistente. Las manzanas se movían e incitaban a Juancho a despertarse… -¡Chinche! ¡Chinche, dispierta!... ¡Dispierta! -¿Qué ti pasa?, ¡dijame di molestar! -Es que… ¡No sabís! ¡Las manzanas! -¿Qué ti pasa con las manzanas? -Chinche en serio, las manzanas mi hablaron. Quieren qui mi dispierte. -Vo etá loquito. ¿Cómo ti va a hablá la manzana? Comprendió el niño que estaba soñando. La Ñá Josefa le había dado mucho locro a la noche. Además se había comido algunas empanadas frías que había robado del rancho de don Carlos, el capataz. La panza le dolía mucho, al igual que la cabeza. Al fin logró conciliar el sueño. Más que el canto de un gallo, parecía un rugido molesto. Despertó y se quedó quietito encogido en la paja húmeda. Chinche, un niño de once años, junto a su hermanito Juancho, habían quedado huérfanos de padre y madre en un accidente en el río cuando los niños eran pequeños. Se encontraron a cargo de Ña Pancha, la abuela, que trabajaba en la viña. La finca pertenecía a un concejal del municipio de un departamento en el corazón de la provincia. Don Carlos, contratista de la finca, vivía con su mujer en un ranchujo de lodo, pisos de tierra y techo de palos y paja. Ñá Josefa, regaba los pisos de tierra aplastada al caer la noche como para refrescar. Junto con Ñá Pancha, trabajaban fuertemente en la viña. Se acercaban tiempos especiales… Los niños sabían que los mayores estaban muy atareados, que había que cosechar, llenar los tachos. Pero el intenso movimiento del lugar los entusiasmaba. Se contrataban muchas personas que contarían nuevas historias, habrían nuevos sonidos en ese espacio del campo. Juancho, tenía nueve años de vida, nueve años de rutina viendo y participando en el abrir de surcos, la poda y la intensa lucha de don Carlos con el granizo. Lo había visto llorar varias veces en silencio cuando el granizo se llevaba sus ilusiones del año. Chinche, esa mañana, se preocupó cuando lo vio afiebrado y encogidito. -¡Vamos!, le dijo. Vamos con la abuela que ti cure el impacho. Efectivamente, Ñá Pancha tomó un cinto y comenzó a medir al niño, y diciendo las consabidas palabras religiosas, en tres veces le curó el empacho. -¡Ahora va a vi cómo ti va curar!, ti va a distapa, ya va a vi. La acción mágica que produce el amor, hizo que en pocas horas, Juancho se recuperara. Pese a la marcada pobreza de la familia precaria, los niños crecían con el amor de todos los adultos que se les acercaban. Esa mañana parecía diferente para los chicos. Algo había en el ambiente que modificaría la rutina folklórica. El concejal, dueño de la finca, les dio una vuelta porque era sábado. Siempre se acercaba a los niños y les llevaba algunas golosinas. Esa mañana apareció comentando que se le había encargado la realización y compaginación del carro departamental de la Vía Blanca y el Carrusel. -¿Qué es un carro? ¿Qué es una Vía Blanca, don? -¡Cómo!… ¿Nunca han visto ni ido a las fiestas vendimiales? ¿No la han visto ni por la tele? -No tenemos tele. - Contestó Don Carlos. El egoísta político ensimismado en sus grandes conflictos, nunca había tomado conciencia de la precariedad de la familia que cuidaba de sus bienes y próspero terruño. Para resarcirse de su descuido, invitó a los niños a participar del carro vendimial. Juancho sentía que en su pecho había una paloma que quería escapar. La emoción lo tenía con el entusiasmo al máximo evitando querer jugar o comer. Sólo quería que la noche llegara pronto para participar de ese encuentro inusual y fantástico. El concejal les había comentado como era el sistema y qué debían hacer. Disfrazados de racimito de uva, debían saludar desde un escalón muy alto a los laterales de un sol gigante y dorado. Debían también sonreír y portarse bien, no desplazarse del lugar, pues corrían peligro con los cables de los tendidos urbanos, o por las alturas peligrosas donde iban a estar erigidos ambos. Todas las indicaciones las habían memorizado a la perfección, pero las piernitas les temblaban y sentían cosquillitas en la barriga. La vida sencilla y humilde de la familia campesina, transcurrió por los tiempos ignorando la existencia de celulares, televisores plasma, mp3, tablets, computadoras, y cuanta tecnología moderna surcara por los alrededores, ahí nomás… ¡Tan cerca y sin embargo, tan lejos! A pesar de las carencias, aparentemente necesarias de los humanos actuales, Juancho y Chinche tenían la riqueza, que muchos niños de la pobre ciudad, carecen. Ellos eran poseedores de la ingenuidad, de la pureza, del amor, ternura y cuidado de los mayores que se relacionaban con ellos. No cualquier ser pequeño o no, puede tener la oportunidad de apreciar el sol cayendo por la montaña, mientras arroja sus fuegos dorados y rojizos sobre las hojas y racimos pintados de la viña. El momento tan ansiado había llegado. Los dos hermanitos, permanecían acartonados e inmóviles, tomados de la mano y presos del vértigo por la marcada altura del carro, sentían en sus rostros el aire frío de la brisa de la noche. Música, risas, gritos, agua floral, granos de uva y manzanas que atravesaban peligrosamente los espacios, los hicieron poco a poco tomar mas confianza. El trajecito de racimo le pinchaba un poco el cuello, una hoja de parra de cartón pintado le servía de sombrerito a Juancho. Recordaba que le habían indicado saludar. Vio un escalón forrado de papel dorado que continuaba del sol grandísimo que estaba a su costado, y se tentó de subirlo. Una vez mas alto y suelto de su hermano, con mayor confianza y seguridad en sus movimientos, giró la cabeza y… ¡la vio!... ¿Qué era eso tan hermoso?… ¿Un hada quizás? En su pequeña mente, recordó de repente, cuentos que la Ñá Josefa le había relatado en los cuales hablaba de hadas, mujeres muy bellas. Nunca Juancho había visto una mujer hermosa. Alta, con su brazo extendiendo saludos a la gente. Los cabellos muy largos de castaño oscuro, frente amplia, sonrisa suave, y… los ojos… Juancho creía que eran estrellas del cielo lo que veía en el rostro de la joven. El verde dorado y luminoso de la mirada de la reina departamental observaron el rostro de Juancho con dulzura durante largo tiempo, o al menos al niño, le pareció una eternidad. El perfume similar al de las florecillas azules que bordeaban el cerro, las luces de colores que hacían intermitencia, las canciones ensordecedoras, las risas contagiosas y… la alegría inmensa que no encontraba ya espacio en el pequeño cuerpo del niño, lo hicieron arrastrar hacia abajo. -¡Cuidado, cuidado, se cae! -¡Ay! ¡El decorado, las uvas, el sol! -¡El niño se está cayendo, sujétenlo! El desparramo del carro era un espectáculo. Varios cables y focos hicieron cortocircuito, el inmenso sol se desmoronó quedando estampado entre dos caballos de gauchos en el medio de la calle San Martín. -¡Justo frente al palco del gobernador! ¡Mocoso de porquería!... ¿Quién me manda a meter a estos culillos en esto? Entre gestos de furia, el concejal envió a dos obreros a reparar lo antes posible los daños, cosa de no demorar tanto el evento. Juancho fue sacado del carro con dificultad, había quedado enredado con una pierna en el tractor que traccionaba y la otra pierna y brazos entre el papel maché, con un canasto de sombrero y medio racimo de uvas que pendían de su oreja izquierda. -¡Juanchito!, ¿estás bien m’jito, qué ti pasó? A pesar del escándalo, que los periodistas trataron de disimular, Juancho estaba feliz. La alegría interior que había en el niño era única. Un humilde chiquito campesino conocía ya el sentimiento que dan las emociones intensas, conocía ya las chispas de la alegría, la belleza y tersura dulce de una mujer, el entusiasmo de una fiesta que, sabía, le daba el sello final a la acción intensa anual del campo cuando se ofrece el sacrificio en espera del premio Divino. Renée Escape- 2007- .

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